lunes, 29 de octubre de 2007

Una cuestión nacional

Hoy en el metro iba yo como siempre leyéndome el periódico del de al lado, y zas, de pronto, una noticia histórica -en mi opinión realmente que sí, oígame. Dicen que se dicen unos científicos por ahí el mundo que en España -que es el país del que vivo-, trabajamos muchas horas, más que en el resto del sitio de donde son los científicos, que son del mundo. Y, aquí está lo bueno, se dicen también que tenemos la producitividad por debajo de las indicaciones de los demás del mundo que hay en el mundo. Para entendernos, que somos el país en total que más tiempo nos tocamos los huevos en la oficina.

Pienso que este blog debería ser un éxito. Por falta de producitividad no va a quedar.


Aquí, unos compañeros metiéndole duro a la producitividad

miércoles, 24 de octubre de 2007

El sentido de la vida: una aproximación.

Esta mañana acaba de pasar por mi sitio una tía que creo que no lleva mucho. El caso es que mientras me pide unas fotocopias de no sé qué, así como quien no quiere la cosa, va y me suelta que para ella lo más importante en la vida es realizarse profesionalmente. Yo bien que le hubiera contestado algo, pero estaba haciendo la digestión de las mollejas.



A ver si un día de éstos me entero de dónde se sienta y le pregunto qué quiso decir exactamente. Pero es que llevo unos días muy malos por lo de la acidez.

La culpa es del sesenta y ocho.



Lo ha dicho José María, que es un oficinista de puta madre, aunque por mí se podía quitar la melenita, que no pasaría nada. Nos viene todo de ahí, del sesenta y ocho. Todo lo malo, se entiende. De no haber habido un sesenta y ocho, ahora ni Dios se hace idea de lo bien que estaríamos todos. ¡Cuánta razón tiene!


José María, según me cuentan, está jodido porque él estaba de encargado en un sitio, y, no se sabe muy bien cómo, pero el caso es que le pusieron en la puta calle. Como lo oyen, el pobre se ha quedado con una mano delante y otra detrás. Y con lo que disfrutaba en la multipropiedad con los cuñaos. No me extraña que se haya puesto así.


Ahora, qué grande el tipo. Qué visión, cómo conecto con su mensaje. Pues, ¿no fue en el sesenta y ocho cuando mis viejos me pusieron a trabajar de ordenanza porque había que ayudar en casa? Yo, lo tengo claro. De ahí, del mismo sesenta y ocho, me viene a mí tanta mala hostia. ¿O es que creen que yo era antes así?


Pobre José María. A ver si se me coloca pronto. Que aunque no encuentre de lo suyo, todavía le cogen en algún ultramarinos como oficial de primera. Sí, de los que te cortan el jamon en lonchas con la máquina ésa tan chula. Para un tío que sabe tanto, yo no lo veo mal apaño.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Yo no me llamo José Luis, señora

Anoche, andaba yo estirando los anises en el Club Airis, mi lugar habitual de esparcimiento tras las largas y duras jornadas de mover papeles del punto A al punto B, cuando de pronto, sucedió lo inesperado.


- Señora, se ponga usted como se ponga, yo no soy José Luis -una voz muy excitada saltaba por encima del estruendo.


Es que en el Airis se habla muy alto. Algunas de las muchachas, cosas de la edad, ya no andan muy rápidas de señal auditiva, y, claro, hay que forzar la voz. Así que se imaginan el ruidazo. Que si un par de güisquis para aquí la señora, que si a ver dónde están esos cubatas. Que si cuándo me vas a llevar a cenar por ahí como una señora, que para follar nunca hay problema, pero para llevarme como una señora, ahí te pudras. Que no es eso, Mari. Pues entonces ya me dirás tú qué es... Y luego la tele puesta a todo destibelio. Bien alta que está. Ahora que para el caso que le hacemos.


Ya saben lo que pasa cuando hay mucho ruido. Que de repente todo el mundo se calla, así a la de una dos tres, y zas, tú sigues gritando y va y se entera todo Dios es Cristo.


- ¡Te lo juro por mis hijos, Merceditas!


Miras alrededor con cara de "joder, la leche" y empiezan las conversaciones alrededor. Que si éste que va a tener hijos, que si parece mentira la Merceditas que aún siga tragándose esas bolas... En fin, que te conviertes en el tema de conservación de todo el recinto. Te acabas yendo a casa con la misma cara de gili y diciéndote que es la última vez que pisas el Airis, que está lleno de chusma. A mí una vez la cosa me duró casi una semana, no les digo nada.


Pero esta vez no era yo, sino un tipo que en la tele le decía a una señora con muy buena pinta, de esas que no van a la compra, que mandan a la esclava del señor a por las cuestiones. O sea que la señora, que tenía unos pelos estupendos todos bien rubios y moldeados, le estaba reclamando, y él que nada, que no soy José Luis, señora, que yo a usted no la conozco,... Lo de siempre, vamos.


La gente nos miramos, claro, a ver quién era el pringado esta vez. Pero, nada, que no había sido nadie, que era el de la tele. Pinta de oficinista tenía, y pinta de la buena. Ese tío era un profesional, con sus gafitas y su gesto preocupado. A mí no me digan, pero yo reconozco a un maestro en cuanto le echo el ojo encima. Así que el muy cabrón tenía un lío con la señora, que ya claro, a esas edades, y ahora se hacía el loco. Menudo ejemplo. Bueno, en fin, como todos los que vamos al Airis.


- Otro que tal -gritó la Pelos, que es la dueña y la que le echa agua al güisqui.

- ¿Cómo que otro que tal? -contesté yo muy en mi indignación- Si no la conoce, no la conoce. No hay más que mirarle a la cara para ver que no se llama José Luis.

- No, si ahora que os sacan en la tele, vamos a tener que aguantaros, chulos de puta -la Pelos es que siempre está cabreada, pero eso es por un hijo arquitecto que reniega de ella. Yo le conozco, trabaja en mi oficina y va ya por su segundo máster.


A mí, qué quieren, me molesta tanta tensión y tanta mala hostia. Porque si el hombre no se llama José Luis, pues no se llama José Luis. Y si no conoce a la señora, que tampoco nos engañemos, ya estaba para poco trotar por la cañada, pues que no la conoce y se acabó joder.


Pero es la sociedad en que vivimos, eh, que no te perdona una. Que uno es persona, coño, y si de joven te echaste unos ritmos con una de Valladolid y vas y te la encuentras en la tele, pues qué le vas a hacer. No eres José Luis y punto en la pelota.


Joder. Que es que hay que explicarlo todo.

lunes, 15 de octubre de 2007

De cómo llevar los papeles de un lado a otro

Un buen oficinista no se dedica, en previsión de que pueda asignársele cualquier tarea, a parecer ocupado sin más. Eso sería estúpido e indolente y dice muy poco de la altitud de miras del oficinista. Seamos claros: la manera en que queramos parecer ocupados constituye uno de esos criterios fundamentales que dividen a la gente entre normal y mediocre. Y los verdaderos profesionales de la mediocridad somos muy mirados a la hora de que se nos metan indeseables en la categoría. No se trata entonces de parecer ocupado, sino de estarlo sin estarlo. Si me han entendido, no hace falta que continúen. Ahora, si no creen saber aún de qué les hablo, consideren seriamente seguir con la lectura que hoy les propongo.

Un buen oficinista está realmente ocupado. Pone todo su espíritu en ello. Como los maestros del zen tienen a bien afirmar: "el hombre más sabio de todos convierte las tareas importantes en nimias, mientras que transforma las intrascendentes en las verdaderamente primordiales". En este principio se encierra todo nuestro saber de oficinistas. Llevar, por ejemplo, un papel de un lugar a otro no es asunto baladí. Debemos abordar dicha tarea como si muchas y trascendentales cuestiones dependieran de ella -algo que se demostrará más adelante.
Para empezar, y por si no les pareciera poco, nuestro trabajo. No hay cosa peor en la oficina que algún imbécil de jefe de segundo nivel crea que tenemos poco que hacer, máxime cuando en nuestras manos ha recaído labor tan fundamental como la de mover un papel de un sitio a otro. Y cuando digo sitio, observe el neófito que podemos estar hablando de una enorme variedad de situaciones, a cada cual más exigente y específica: la mesa de un compañero, la bandeja del correo interno, o cualquiera de los múltiples ingenios que en forma de faxes, impresoras o fotocopiadoras, pueblan la oficina moderna. No es poca cosa, no.


Adquiera entonces el discípulo que quiera alcanzar la maestría del Oficinista un gesto agitado y nervioso, preocupado a más no poder, demudado por tan magno problema, abstraído en las verdades más absolutas del universo, apurado siempre. Camine lleno de inquietud del lugar A hacia el B, origen y destino del traslado del papel, tropiece con algún compañero, musite las palabras mágicas "Perdona, es que llevo un día...". Hágase notar, que todo el mundo alrededor le vea como un hombre verdaderamente ocupado. Nadie en su sano juicio se atreverá a distraerle, nadie le asignará tarea alguna. En todo caso, recibirá un recado de su jefe directo al pasar: "Tranquilo, ya verás como no es más que una racha..."


Su jefe, ese cretino al que usted le importa menos que la pelusilla de su propio ombligo es, ante todo, un ser muerto de miedo ante el mundo. Tocaremos algún día ese tema. Pero baste por ahora señalar que, respecto a este asunto que hoy desarrollamos, jamás ese ser sin criterio ni coraje alcanzará el valor necesario, llegado digamos el temido ERE, y cuando le pidan nombres, de sugerir el suyo de usted. ¿Por qué? ¿Hace falta explicarlo? ¿Cómo deshacerse de alguien tan ocupado, que con tanta dedicación y empatía aborda sus tareas diarias en la oficina? Si incluso, para el empeño de trasladar papeles de un lado A a otro B, parece estar poniendo su vida en juego...


¿Y cómo lograr tal estado de perfección? Acudamos de nuevo al adagio. "El verdadero maestro es aquel que pone toda su alma en desempeñar una sola tarea". Es decir, debemos ocuparnos solamente en una cosa. Una sola cosa, pero que, si la piensan, es tarea propia de titanes. Debemos ocuparnos al máximo en el noble arte de parecer ocupado. Debemos ocuparnos, insisto, como si nos fuera en ello todo nuestro buen nombre, toda nuestra fortuna. Como si todo lo que conocemos, el mundo que con tanto esfuerzo nos hemos fabricado alrededor, dependiera de que el papel -aunque esté en blanco, eso es lo de menos-, llegue de A a B en las mejores condiciones. Aunque para ello debamos emplear varios días, que éste no es asunto menor.


"El zen termina donde empieza la práctica de la Vía. Es un anillo sin principio ni fin. (Especialmente si tienes que llevar un papel de un lugar a otro)".

lunes, 1 de octubre de 2007

Declaración de Principios




Día de lluvia.

No le tengo miedo a la vida.

Siempre que me den un box en el que aislarme.

A ver qué se han creído ustedes.