lunes, 24 de mayo de 2010

La cochina interpretación de las cosas


Hay uno en mi oficina que se piensa que el mundo es perfecto. Yo no se lo discuto. No, señor. No he venido a este, su planeta enmoquetado, a discutir con la gente, con él, con todos los que creen en lo mismo que cree él. Que el mundo es perfecto. Que hemos llegado a la cumbre. Que desde nuestras ventanas se ve el eje principal, los vanos intentos de rascacielos de una ciudad de tercera en un continente de segunda.

Pero no. No seré yo quien lo discuta. Creo que incluso es bueno. El que el mundo sea perfecto nos quita de muchos problemas. La gente que está ahí abajo, muy abajo, corriendo hacia el intercambiador, repartiendo la prensa gratuita, tambaleándose en los bares a las seis y cuarto de la mañana, las tías que se recogen al amanecer, … no son perfectos. Nosotros sí, y no tenemos que pensar en ellos. Ni tenemos que pensar en que un día, cualquiera de nosotros pudiera acabar como ellos. Vivimos a treinta plantas sobre el nivel de los tipos que no saben encontrarse bien, que no quieren reconocer que la crisis no es más que un estado de la mente, y que en realidad, Dios hizo los bonos basura porque en realidad, Dios nunca hizo el mundo en siete días, sino que lo encargó a una cadena de subcontratas vía una web de subastas, y que al parecer aún están discutiendo el alcance de los entregables.

Hay uno en mi oficina que tiene los ojos vidriosos y que no deja de pensar ni un solo día en cómo puede ser eso de bajar todos esos pisos sin ascensor, balancearse un poquito hacia fuera y dejar que Newton cumpla su eterna promesa. Ése no entiende de la perfección de las cosas, simplemente ve el vacío y trata de llenarlo a base de una idea fija: la de acabar con todo. Pero no hará nada, porque pese a todo, sabe que en todo mundo tan perfecto como aquel en el que tiene la suerte de vivir, siempre le queda una oportunidad: la de joderlo todo.

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