jueves, 17 de enero de 2008

¡Es feo vicio la mentira!


Los hombres y mujeres humanos mienten siempre. Forma parte de su naturaleza, no lo pueden impedir. Ellos ya quisieran de que no, pero es de que sí. No haberse comido la manzana ni haberse paseado en bolas por el paraíso territorial, que de ahí os viene todo.

Sin embargo, el buen oficinista zen debe aspirar a fundirse con su entorno, no somos más que una parte de la oficina en la que nos habitamos, ahora somos esa silla y después esa toma de red con salida de teléfono y cable LAN.

El buen oficinista zen busca la perfección en todos y cada uno de sus actos, no se tira pedos, fusiona su yo interior con la atmósfera que le rodea, generando una descarga de energía positiva a su alrededor.

Atienda bien el discípulo que desee transitar por el camino de la perfección de la oficina zen. Atienda bien, porque hoy hablaremos de la mentira y lo fea que es y lo poco que cuela.

La mentira es triste y fea, como la tía de la mesa al lado de los ascensores de la tercera, una que no es ni de Cobros ni de Planificación, pero que la han colocado ahí porque más sitio para ella no hay. Y, claro, o eso o la ponemos en la puta calle, yo bien sé lo que molesta tener que ir al ascensor y encontrarte a la tía ésa, que es como la mentira de triste y fea, pero lleva cuarenta y dos años en nómina y ya me dirás tú en indemnización lo que se puede llevar. Que hay que estar en todo. ¡Fijarse, cojones!, que ya jode tener que explicar las cositas.

La mentira es una mala mujer. Una mujer que se te arrima y te pide más y más, que te haces a ella y no descansas, que te aficionas y no eres capaz de detener el tema, que empiezas y no terminas nunca, así es la mentira de mala. Y no es sólo eso. Es peor.

Porque los hombres humanos y las mujeres mujeranas, cuando mienten, ponen cara de qué pegote te estoy enchufando. Cara como de culpable, como de a ver si no se da cuenta el tipo éste, como de ésta es la última que echo, lo juro por los huesos de santo de la pastelería de abajo mi casa, que mañana mismo me voy a confesar, pero que no me pillen, que no me pillen.

¡Lo que es no saber de zen, hermanos! Porque al mentir se te mete en la cabeza lo que sería la verdad y no dejas de pensar en que sí, que tú eres el que se ha comido el yogur que se trajo Sánchez Mocos y que lo tenía en la neverita de la séptima, que está a dieta blanda, cuando tú no te lo has comido pero en realidad sí te lo has comido. Te lo has comido y lo piensas y cuando dices, "no, Sánchez Mocos, que yo no he sido, que llevo dos semanas sin pasar por la séptima", en tu cabeza resuenan los coros de neuronas con el hit del momento, que es "yo me comí el yogur de Sánchez Mocos y era de trozos y con fibra para cagar". Y tú dices no, pero piensas sí, y tu cara es un cuadro que ni los de Van Nistelrooy, ése que se cortó una oreja después de un gol de penalty corner.

Si no quieres acabar en ese océano de iniquidad, ea, pues, atiende y escucha. Cabrón. Con pintas.

La verdad es una mujer honesta y recatada, libre de vicios y manchas solares y pecas y estrías. La verdad es una mujer que te mira con ojos lapislázuli cual estanque al borde del arroyo junto al camino que lleva hasta Lian Shan Po, para entendernos.

El verdadero oficinista zen nunca miente, se funde con su verdad como la mariposa devorada por el tigretón de Bengala se hace tigretón, también de Bengala mismo. Llega el jefe y te pregunta: "Hombre Topo, maestro del zen, ¿cuánto hemos estado de bocadillo de mediodía?", y el oficinista zen, asomado a la infinitud, contestará "hoy no he salido, señor Pérez-Pechos". Empero, insistirá el referido: "Pero si te hemos visto salir hace dos horas y vienes ahora de la calle y tienes todavía migas y manchurrones por la pechera, Hombre Topo, maestro del zen".

Ignorancia suprema es la del no iniciado! "Pues no sería yo, ya que no me he movido de mi sitio, revisándome todas las solicitudes de gasto, como usted me indicó ayer tarde; por cierto, aquí las tiene". "¿Las veinticinco mil quinientas? Pero si no ha podido darte tiempo" -preguntará Pérez-Pechos. "En efecto", contestará el maestro con humildad, tendiendo al jefe el tomo de cincuenta y dos coma siete centímetros de ancho, listado impreso de las veinticinco mil quinientas solicitudes de gasto revisadas, todas con su signo a en color rojo y a la izquierda. "¿Y cómo has podido, en tan poco tiempo?" "Me he quedado la noche entera en la oficina, ya verá que no he fichado de salida desde que entré ayer por la mañana", contestará el maestro zen con mirada acuosa de perrillo a la intemperie, a lo que el jefe no iniciado en las milenarias técnicas del zen, bajando la cabeza y agarrando el tomo como cayéndose, regresará a su despacho muerto de vergüenza, tal vez por su crueldad, tal vez por su gilipollez, tal vez por la mezcla potenciada de ambas doses.

¿Cuál es la cuestión, maestro, a aprehender con este ejemplo? Muy fácil, imbécil de los cojones que hablas que das grima. La cuestión ésa tuya es: que no sólo no me he mirado una puta solicitud de gastos, sino que le he pagado diez bullabeses al homeless que pasa todas las noches en el soportal de entrada al edificio para que hiciera marquitas rojas en todas las líneas. Así, ¿ves? a a a a a si es muy fácil, cojones, a ver si nos cortamos un poquito con el tío de la bota, que nos va temblando el pulso, hostias.

El maestro zen no miente. Se funde con SU VERDAD, la que ha construido mientras se cebaba a bocadillo caballa, mollejas y torreznos, con su solysombra y que sea otro más, joder, que llevo aquí un rato, y ¿quién coño se ha llevado el As? que últimamente ni periódico dais.

¿Existe una sola verdad absoluta? Sí, pues claro, ¿y qué te habías pensado tú, alma de cántaro? Existe una sola y absoluta verdad, que no es otra que aquella que, como colibrí empalmado en la húmeda selva tropical, aletea en el corazón del maestro zen.

Al igual que nunca ficha al salir de la oficina, el verdadero maestro oficinista zen NUNCA miente. Se fusiona con SU PROPIA VERDAD, se diluye en ella, como gota del rocío sobre el pecho de la doncella abierta de piernas. Se hace una sola verdad, y se transforma en ella, y con ella es capaz de construir un mundo no sólo mejor sino más de puta madre. Y a su medida, que es lo que importa.


Maestro oficinista zen, en pleno envío de mails (zen).

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