viernes, 16 de noviembre de 2007

De esos días que empiezan mal, mejoran después y acaban fatal.

Menuda hostia que me llevé en el metro ayer por la mañana. Salía yo algo así como distraído (los anises de antes de coger el metro) cuando un tío tan grande que tapaba la puerta del vagón, me metió un empujón que acabé malamente y en el suelo. Ni me pidió mil perdones ni me dijo nada, él iba con sus prisas y para qué. Yo, que soy de natural muy mío, y viendo que por el lado de las bofetadas lo más que iba a ganarme era otra rodada por el suelo, mirándole con cara de buena persona –algo que no me cuesta trabajo, pese a lo que piensen algunos-, le hice gestos, mientras el vagón empezaba a andar, como si tuviera algo en la espalda. Así al menos, andaría tocándose y rebuscándose todo el día en busca de una mancha o un roto. Cuando quisiera darse cuenta de que no era más que una de mis mierdas, ya estaríamos a varios distritos de distancia.

Pero, ya ven, me han hecho irme del asunto. Que es un tema importante y van ustedes y me ponen a contar lo de la hostia en el metro. A ver si nos centramos en las cuestiones, cojona. Que yo les quería hablar de que ayer tenía callista. Sí, claro, eso es muy importante. Es la hostia de importante, pues vaya una historia.

Pues sí que lo es, no puede serlo más. Claro, como ustedes no están enamorados de su callista, pues claro, lo ven todo en plan neocon o como se diga, que todo les parece una relación de intercambio de bienes por producción. Pues a la mierda con todos ustedes, que yo sí que creo en el amor.

Se llama Leslie y tiene un canalillo que ni el de Isabel Segunda, que es la señora del agua del grifo. Y con muy mala leche, cabreada siempre como una mona, que no saben cómo me pone. Me echa unas broncas que pa qué las prisas: que si tardo mucho en ir, que si soy un dejao, que ya está harta, que no hago más que darle trabajo con mis juanetes y mis uñas en garra. A ver, que uno tiene sus callos y sus durezas, que tampoco es para tanto. Pero no nos desviemos, que no saben cómo me pongo cuando la tengo ahí debajo, metiéndome las cuchillas ésas por los callos y diciéndome de todo, y ese canalillo que me haría un chalé ahí mismo y me pondría a vivir y no saldría ya ni para tomar los anises.

Yo se lo digo: “Tú lo que quieres es matarme, pedáloga de los cojones, qué bendición de tetas, hija mía”. Y ella me mete más la cuchilla y me cago en el daño que me hace. En resumen, que qué buenos ratos que nos echamos.

Así que en lugar de joderme con el pavo del metro, yo me dije que para qué el cabreo si luego iba a tener a la Leslie entre los pieses, y que la vida son dos días y uno tiene que vivirla con lo mejor que se pueda, qué coño, que una hostia de más o menos no cambia el balance. Y se me fue pasando el día y cada vez faltaba menos para la callista, y además con calcetines sin tomates, que a ella le gustan esos detalles.

Pero nunca hay felicidad para el pobre. Ya saben eso de que al final siempre pasa algo y el mundo se acaba o te sale un grano o yo qué sé, pero que después de tanto trabajo por no hacerme daño con mis cosas ni ponerme angustioso y pensar sólo en lo bueno, ¿no coge la tía y con la excusa del frío me viene con jersey de cuello alto?

1 comentario:

iperico dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.