sábado, 17 de noviembre de 2012

Cuando es sábado, está muy nublado y todo lo que tienes es tu tristeza.

Viene a ser así: como una enorme nada que se te cae encima, como el arañazo que no sientes. El arte de estar solo frente al color gris. Dejarte caer por todos los puntos cardinales de tu geografía, derrumbarte en el suelo del pasillo, pensar en que vendrán a por ti, a que te recogerán y salvarán. Mientras escuchas las cañerías, los cuartos de baño, el café de recuelo, la memoria que se escapa por entre las rendijas del parqué. Lágrimas que hubieras gustado tanto sacar. Es sábado y no hay oficina. Es sábado y hoy no echarán a nadie. No amenazarán a nadie, al menos de palabra. El día en que tal vez me levante del suelo o haga un esfuerzo para estirar el brazo y llegar hasta el bote de pastillas.

El disparo que no anuncia nada, que no es preludio sino del silencio, la lluvia misma de vacío y soledad. El tiempo de los trabajadores que quedamos. O de los que ya no están. El momento en el que nos lamemos la dignidad que nos quitaron. En el agujero donde debería estar, ahí es donde más necesitaría tus caricias. Pero tú tampoco estás. Soltaste mi mano y rodaste libre y loca por el pasillo hacia el fondo, a lo oscuro, donde yo quisiera haberte seguido. Donde debería estirar el brazo y simplemente volver a tomarte.

Eso es por las pastillas. Tienes que tomarlas regularmente. La regularidad es la clave. No te saltes un solo día. Debes salir, animarte. Hacer un esfuerzo. Mover los brazos. La cadera, la pierna, el peroné.

¿Qué hora será?

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