lunes, 6 de abril de 2009

Café con cosa


A Paroxetina no le gusta que beba. Lo dejó bien claro desde el primer día. No quiero que bebas. Ni una gota más. Y punto.

Podría mandarla a paseo. Lo he hecho con todas las que me he encontrado, mira tú qué problema. Pero en cierto modo aún no me he cansado de ella. Quiero decir que sigo encontrándola agradable. Y me divierte ver su boca de U-U-U cuando hago cosas que no le gustan.

Como por ejemplo, meterme en un bar a media mañana, pedir un sol y sombra y quedarme mirando las estanterías de botellas mugrientas durante horas. Anisettes, Cremas de Cacao y Menta…, yo qué sé la de cosas cochinas que la gente se mete por la garganta.

Hacía tiempo que no venía por aquí. Alguien me dijo que habían cambiado de dueño. Ahora es una especie de cabaña tropical con imitación de maderas y tumbonas, que ofrece un viaje por delicados paraísos exoticos. Da cafés y tés por las mañanas, cañas con pulgas a mediodía y gintonics y mojitos aguados a la hora de salir los oficinistas. Como que apetece poco.

Decido entrar. Por variar un poco; y porque a Paroxetina no le gusta. El sitio no huele a nada.

­ - Café –pido a la camarera, una negra alta y muy delgada, mayor pero no mucho más de cien años; muy seria, muy jodida.
­ - ¿Cómo? –contesta ella, mirándome con ojos vacíos.
­ - En vaso.

Levanta su brazo derecho y me señala una pizarra en la pared detrás de ella, a su derecha. Leo en alto, puedo sentir cómo Paroxetina me clava sus ues en los lomos.

­ - Vienés, irlandés, ugandés….

La camisa, negra, de camarera de calidad, tiene un pequeño agujero por el sobaco. Puedo verle la piel. Es dura, pero juraría que también suave.

­ - Carajillo de los de toda la vida…, ¿no tenéis?

Es verdad, me mira sin ojos. Baja su brazo mientras Paroxetina, detrás de mi, se pone a chillar como una loca. Sólo yo puedo oírla, pero eso no la justifica de ninguna manera. Así no se dicen las cosas.

La camarera se gira para ponerme el café. Tengo su espalda a menos de un metro de la nariz. Larga, interminable. Puedo verle las costillas a través de la camisa. El sujetador se le aprieta como si fuera el abrazo de alguien muy querido. Me gustaría decirle que la amo desesperadamente y que nada me gustaría más que verla echada sobre mi cama y poner la cara sobre su espalda. Cerrar los ojos… estar así tumbados lo que nos queda de año.

Me despierta un ruido. La mujer se ha movido, ya no hay espalda que admirar. Me imagino que se ha ido a coger un loquesea. Frente a mí, sólo una humeante máquina de café con expresión de "¿no ves que estás molestando?".

Pago y me marcho sin ni siquiera esperarme al carajillo. La mujer no tiene ni el detalle de poner cara de sorpresa. Recoge las monedas y el café, agarra un móvil y se pone a mirar mensajes.


Eso es que está acostumbrada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuidadito, que eso va a ser la primavera, Hombre-Topo!

el hombre topo dijo...

Pues me estoy dejando el sueldo en cafés con cosa que no me tomo, Nadna.