domingo, 30 de mayo de 2010

Guía de Viajes: Un lugar pequeñito



Un lugar mínimo.


Un punto que no existe.


El centro del Universo.
Donde soy.
Yo.
Y nadie más.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Jardín de Reyes

Ayer, uno de la oficina nos contó la siguiente historia. Al parecer, muchos años atrás, allá en su pueblo, su abuelo tenía un reloj de oro que había heredado de su padre, y así desde que se inventaron los relojes de oro. El caso es que el reloj debía pasar de padres a hijos, pero siempre por el hijo mayor. Los demás, no servían. Hasta que le tocó a él. Problema: tiene un gemelo. Y ya saben cómo va eso de los gemelos: el que nace primero es el más pequeño, porque el que está más dentro es el que se formó antes. O al revés, que yo ni puta idea. Yo tuve un amago de gemelo, pero luego resultó que eran gases de mi madre, que sufría mucho de presiones internas durante los preñes.


¿Quién tiene derecho al reloj? ¿El que nació antes? ¿El que se convirtió en célula multilabiada antes? ¿A partir de qué momento, a contar desde la concepción, se considera que un puñado apretado de células no sólo es un tipo de los que se dicen humanos, sino que además se ha ganado el derecho a portar reloj con cadena?



Teorías a cientos, opiniones las que queráis, pero mi hermano quería mi reloj y yo no se lo iba a dar. Y no me acuerdo quién nació antes. Y si me acuerdo, no quiero saberlo, porque en cualquier caso, siempre hay una manera de ver la cosa en la que salgo perdiendo. Mi hermano me agarró del cuello y me dijo: quiero el reloj de oro del abuelo y si tengo que aplastarte la cabeza con una piedra, no tendré problema en hacerlo. Vale, le dije yo, hagamos un cambio. Algo justo. Quédate con el reloj. No me importa. Pero tú tampoco tienes todo el derecho del mundo a quedártelo. Y yo también podría aplastarte la cabeza, somos de la misma estatura, tenemos la misma fuerza. Ninguno sería capaz de ganarle al otro.

¿Qué quieres? El Jardín de los Reyes. Mi hermano se rió. Pensaba que yo estaba de coña. ¿El Jardín de los Reyes? ¿Qué coño es eso? Una cosa muy sencilla: quiero a tu esposa. Por una noche. Quiero que sea mía. No puedes. Sí puedo. Es una inmoralidad. ¿Quieres el puto reloj o no? Ella no se va a prestar a ese juego. Se va a negar en redondo, tú no estás en tus cabales ¿Quién te ha dicho que se lo tengamos que preguntar? Somos gemelos. ¿Quieres el puto reloj? Es una noche. Sólo una noche.


El Jardín de los Reyes. No tienes otra, hermano. El reloj de oro del abuelo a cambio del Jardín de los Reyes.



Al final, cedió la codicia de los dos. Una noche, nos cambiamos de casa sin que mi cuñada notara nada. Nada más entrar, tomé su mano y la subí hasta la habitación principal. Sobre la cabecera de la cama, una ventana abierta dejaba pasar la fragancia del final de un tranquilo día de verano. La hierba, recién empapada por los aspersores nos enviaba recuerdos de otro tiempo, de unos años antiguos que ya no recordábamos. Aún de pie, la hice girarse contra la pared, y suave y dulcemente, fui quitándole la ropa. Yo ya lo sabía, así es como la había imaginado cientos de veces, pero aún así, su espalda firme e infinita, disparó mi pasión y tal vez hablé más de la cuenta: “Yo reclamo este territorio. A partir de ahora, ésta será mi espalda y de nadie más. Nadie que no sea yo podrá establecerse en ella. Este lugar será para mí el más sagrado, el más secreto. Mi jardín. El lugar en que me retiraré cuando quiera sólo ser tú, el lugar al que nadie más accede. El Jardín de los Reyes”, dije, muy despacio, mientras bajaba mi mano por entre sus piernas.

Un tío de mi oficina se quedó sin un reloj de oro. A cambio, pasó una noche con la mujer de su hermano. Los que le conocen de hace tiempo dicen que no fue sólo una noche. Dicen que la mujer, después de aquella, conoce bien el camino hasta el dormitorio de su cuñado. Y dicen que de vez en cuando, él reclama su propiedad.

Ella conoce el camino al Jardín de Reyes.

Dicen tantas cosas. Como si fueran verdad.

lunes, 24 de mayo de 2010

La cochina interpretación de las cosas


Hay uno en mi oficina que se piensa que el mundo es perfecto. Yo no se lo discuto. No, señor. No he venido a este, su planeta enmoquetado, a discutir con la gente, con él, con todos los que creen en lo mismo que cree él. Que el mundo es perfecto. Que hemos llegado a la cumbre. Que desde nuestras ventanas se ve el eje principal, los vanos intentos de rascacielos de una ciudad de tercera en un continente de segunda.

Pero no. No seré yo quien lo discuta. Creo que incluso es bueno. El que el mundo sea perfecto nos quita de muchos problemas. La gente que está ahí abajo, muy abajo, corriendo hacia el intercambiador, repartiendo la prensa gratuita, tambaleándose en los bares a las seis y cuarto de la mañana, las tías que se recogen al amanecer, … no son perfectos. Nosotros sí, y no tenemos que pensar en ellos. Ni tenemos que pensar en que un día, cualquiera de nosotros pudiera acabar como ellos. Vivimos a treinta plantas sobre el nivel de los tipos que no saben encontrarse bien, que no quieren reconocer que la crisis no es más que un estado de la mente, y que en realidad, Dios hizo los bonos basura porque en realidad, Dios nunca hizo el mundo en siete días, sino que lo encargó a una cadena de subcontratas vía una web de subastas, y que al parecer aún están discutiendo el alcance de los entregables.

Hay uno en mi oficina que tiene los ojos vidriosos y que no deja de pensar ni un solo día en cómo puede ser eso de bajar todos esos pisos sin ascensor, balancearse un poquito hacia fuera y dejar que Newton cumpla su eterna promesa. Ése no entiende de la perfección de las cosas, simplemente ve el vacío y trata de llenarlo a base de una idea fija: la de acabar con todo. Pero no hará nada, porque pese a todo, sabe que en todo mundo tan perfecto como aquel en el que tiene la suerte de vivir, siempre le queda una oportunidad: la de joderlo todo.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Santos Mark de la Oscuridad Infinita y Malcolm del Mezcal y la Caída






















Angeles de la guardia, venid a mí. Necesito sentir vuestra mano, un hombro para cada uno. Sostenedme en el abismo. Guiadme por el dolor y la oscuridad. No me dejéis ser persona. Abandonadme en el color negro y si aún os queda algo de suelto, pagadme una última copa.




sábado, 15 de mayo de 2010

Un mes


De todas las cosas de este mundo que encuentro miserables, una de las que más asco me dan son los regalos. ¿Por qué? ¿A santo de qué coño vamos y le damos a alguien una cajita envuelta en papelín de colores? ¿Es porque creemos que con eso conseguimos algo?

De todos los regalos que me han hecho en la vida, apenas conservo recuerdo de ninguno. No los entiendo, no sé apenas manejarme con ellos, me ponen nervioso los paquetitos, los cordelitos, las sonrisas forzadas…

En lo de mi hermano y el cuñado se empeñan. ¿Qué te apetece por el cumpleaños, por Navidades, por la fiesta de la cosecha? Y yo qué sé, quedarme sólo, que me dejéis en paz, que yo en mi casa estoy muy bien, sentado a oscuras, oyendo los ruidos de las cañerías y adivinando cómo de lo suyo del vientre la vieja del tercero.

Los regalos no son lo mío. No sé hacerlos, he hecho muy pocos, si acaso una ronda en el Airis, un par de zapatos viejos que ya no me están… No. No me gustan los regalos.

Aunque, claro, está lo del último mes.

Con el cambio, han venido las clásicas historias: la gente nueva me provoca intensos deseos de diluirme, de aprovechar uno de esos escándalos solares matinales, para diluirme en el éter, desaparecer a la vista de todos. Ha sido cosa del último mes.

Cuesta encontrar bares guarros alrededor de los edificios modernos; todo lo más, uno que suele estar abierto y vacío a mis horas –se acaban de marchar las putas, ¿sabe?, aquí se toman un café y unos churros de ayer y se marchan ya para casa-, y que habla poco y que sabe lo que quiero y que sabe la seña de a ver esa segunda copa. Todo lo más, pero hay uno y funciona.

Un mes escuchándome los latidos sin necesidad de cascos, ensordecido por el estruendo de mis células en sus mecanismos de reproducción y especialización. Un mes aislado, entero un mes, eterno un mes. Un mes lleno, un mes frente a un océano plano e infinito. Un mes imaginario, un mes real.

Desconfío de quién me hace regalos. No sé qué quieren que haga, no voy a hacer nada por ellos ni por nadie. Soy el Hombre Topo y vivo en mi oscuridad.

Un mes de regalo. Un mes en el que he venido cayendo lentamente hacia el mismo lugar en el que me encuentro ahora. Un mes sin apenas palabras.
Un mes entero. El mejor regalo que me han hecho en toda mi vida. El que más me duele. El que nunca se irá de mi.

martes, 4 de mayo de 2010

oficina nueva

Me han destinado a la nueva oficina. Es poca cosa, un par de decenas de pisos sobre la Castellana, a varios miles de metros por encima de mis semejantes. No, las ventanas no pueden abrirse, y sí, ya he pensado varias veces en tirarme.


Mis compañeros nuevos, los del departamento de localización de sí mismos, creo que nos llamamos, no podrían ser mis hijos. En realidad podrían ser mis bisnietos. Son todos gafapastas, llevan todos cables en las orejas, compran ensaladas de rúcula y sarmiento y se las suben a la mesa de trabajo. Luego, otros días, aprovechan el rato de comida para ir al gimnasio.


Se dicen palabras sueltas, se hacen gestos de bien, vamos, no te sigo, te veo luego… Quedan para después del trabajo, en bares con nombres de fenómenos atmosféricos, y creo que se piden ginebras francesas con agua tónica y pétalos, o asina. Son todo lo que a mí me hubieran hecho ser de haber salido el último en un concurso de qué querría usted ser algún día de todos estos que le van quedando.


Ah, y me miran como si alguien se hubiera olvidado una bolsa de basura. Y qué quieren que les diga, que si no me he tirado todavía, y no me he puesto a buscar el mecanismo de apertura de estas ventanas, es porque ya tengo un motivo para vivir: ser la bolsa de basura de un montón de gilipollas que aún no saben que les ha caído el premio gordo. Y que soy el hombre topo.